segunda-feira, 16 de novembro de 2009

Nobuhiro Suwa y Pedro Costa estremecen

Aún no hemos catado la alfombra roja que nos lleva a la Salle Lumière (a la que sólo nos permiten acceder por las mañanas) durante nuestra tercera jornada en Cannes. Tampoco ha sido necesario, si hemos de ser sinceros, para ver una de las mejores muestras cinematográficas que nos ofrece esta edición del festival. De modo que hoy también hemos preferido quedarnos inmersos en el universo de imágenes puras, en la Quincena de Realizadores - Pedro Costa con Ne Change Rien y Nobuhiro Suwa e Hiyppolyte Girardot con Yuki et Nina -. Mientras, en el centro del glamour, sobre las escaleras, pasaba la presumible melaza new age: Jane Campion, que ha vuelto a la competición oficial poniendo en escena la vida amorosa de Keats en Bright Star, suponemos que con su habitual estilo desbocado-.

El portugués Pedro Costa y el japonés Nobuhiro Suwa nos han paralizado, como era de esperar, pegados en nuestras butacas, ante la pantalla. Ambos son compinches habituales, y los representantes más notorios de una cierta radicalidad cinematográfica contemporánea que viene del underground americano (los dos tienen como padres putativos a Warhol y Kramer), y se pliega en una asimilación milagrosa y muy orgánica de sus culturas sin histrionismos exóticos. Su pureza narrativa llega a tal punto, que podrían filmar en sociedades ajenas con la misma naturalidad que lo hacen en la suya propia. Claro ejemplo de ello es la última obra del japonés.

Nobuhiro Suwa es el más importante cineasta japonés que rueda hoy, y sus películas las que mejor hablan del núcleo familiar y de la intimidad en todas sus variantes, su delicadeza es extrema, su intervencionismo mínimo. Así como en Una pareja perfecta sentíamos con sus protagonistas la crisis amorosa de una forma serena, casi callada, en su última realización es el mundo infantil el que se nos revela, haciéndonos recordar las pautas que definían nuestro comportamiento cuando éramos niños. Yuki et Nina es la obra de un maestro consumado. La protagonista, Yuki, es la hija de unos padres que se separan, lo que le supone una infancia súbitamente trasplantada de Francia a Japón; la diferencia es que, en este caso, los patrones de la acción los plantean los pequeños, que espían a los mayores, se escapan de casa y viajan de un continente a otro con sólo torcer el árbol de un bosque (la elipsis interdimensional más prodigiosa vista desde Kiarostami). Por otra parte, la libertad con la que se mueven los actores por el filme (en parte debida al hecho de que el director desconoce la lengua francesa) y la mezcla de formatos que presenta (con sus pequeñas narraciones cotidianas insertadas en la trama principal) nos traen a la memoria, en varias ocasiones, El vuelo del Globo Rojo, de su compatriota Hou Hsiao-Hsien.

Pedro Costa escruta las partes más blancas del rostro de la actriz y cantante Jeanne Balibar en una obra total, su musical, uno de las más importantes de la historia. El primero que da miedo. Ne change rien es también lo nunca visto, de hecho lo apenas atisbado por falta de luz (un compendio de claroscuros de belleza insultante). La perfección del cineasta en los encuadres y su maestría manejando la luminosidad de la escena alcanza en este filme su punto álgido: si en No quarto da Vanda la tibieza de los rayos de luz nos recordaban a los Velazquez más sutiles, la oscuridad total de este filme, ilustrada con puntos de claridad, nos lleva a pensar en los más bellos Caravaggios. Pero esto es sólo el principio del film con los fotones lumínicos más preciosamente seleccionados (Nobuhiro Suwa colaboró en la fotografía brevemente). Consumido provisionalmente el universo de Fontainhas con Juventude en marcha, Costa pasa a contarnos en Ne change rien una pequeña historia de sometimientos; los que inflinge Jeanne B. a su guitarrista, y las torturas de su profesora de canto corrigiéndola en un aria de Offenbach. Esta cadena de pequeñas torturas narra, en realidad, el proceso de trabajo que realiza quien hace lo que le apasiona. El recurso de la repetición hasta el abatimiento, pone al descubierto el universo obsesivo del realizador que, como el buen artesano, no descansa hasta alcanzar el resultado perfecto; que no es otra cosa que la materialización de su voluntad. El cineasta portugués reelabora su propio estilo, añadiendo el elemento musical como sillar de apoyo, y desvelándonos, a la vez, su propio sistema de creación.

La película elegida del concurso en esta jornada la vimos en la Debussy: Taking Woodstock de Ang Lee. Se trata de un artificioso fuera de campo del mítico concierto de 1969 (el proyecto suena a encargo del 40º aniversario) en el que - al revés que en Costa- la música está prácticamente ausente de tan aparatosa reconstrucción (no hay ni un solo plano del escenario). Si bien es cierto que trata el tema de las relaciones familiares con mucha agilidad, la que ya mostraba en sus primeras películas, el filme no tiene demasiada fuerza; exceptuando alguna toma general desde las colinas que rodean Woodstock, en la que se intuyen las figuras que ocupan el escenario (únicas apariciones del mismo), casi como pequeñas manchas de color. Aunque Lee siempre acostumbra a aportar un insólito toque personal a cada encargo que afronta (recordemos Hulk) en Woodstock tiene la gracia de un ilustrador de libros de texto. Su foco está en los clichés hippies y en cómo colisionan con más clichés aún de una familia judía conservadora. Así que lo realmente insólito es una propuesta tan simplona en alguien tan original como Ang Lee.


ÁLVARO ARROBA

(Originalmente publicado en la Crítica de la Argentina)